—Cas, ¿te has planteado alguna vez tener hijos?
—No.
—¿Nunca?
—Nunca. No me apetece traer a alguien a este mundo.
—¿Tan mal lo ves?
—Míralo bien, Yutni. Todo parece en ruinas, solo que ahora las ruinas tienen pantallas. El aire arde, la gente corre sin saber por qué, y todos fingen que aún hay tiempo.
—Precisamente por eso —dijo Yutni—. Porque todavía hay cosas que valen la pena.
—¿Cómo cuáles?
—El amor, la curiosidad, la posibilidad de que alguien lo haga mejor que nosotros.
Cas suspiró.
—Eso suena bonito, pero ingenuo. No quiero que un niño tenga que aprender a soportar este desastre.
—O quizá lo arregle —respondió Yutni—. Cada generación tiene la oportunidad de intentarlo de nuevo.
—¿Y si falla también? —preguntó Cas.
—Entonces habrá vivido. Y eso ya es algo.
—¿Vivir por inercia? ¿Por seguir la cadena?
—No. Por esperanza. Porque aunque no lo parezca, seguimos construyendo algo, incluso cuando todo se derrumba.
Cas bajó la voz.
—Tú hablas de esperanza, yo hablo de responsabilidad. Tener un hijo no es solo traer vida, es cargarla con un mundo que no elegirá.
—Pero tampoco lo elegimos nosotros —replicó Yutni—, y aun así buscamos sentido. Quizá eso sea lo que transmitimos: el impulso de seguir preguntando.
Hubo un silencio.
—A veces pienso que no quiero dejar herederos —dijo Cas—. Que lo más amable que puedo hacer es no continuar la especie.
—Y yo creo que sería egoísta no hacerlo —contestó Yutni—. Si todos pensamos así, solo quedará el silencio.
—El silencio no siempre es malo.
—No, pero la vida tampoco lo es.
Cas sonrió con cansancio.
—Quizá tú buscas redención.
—Y tú refugio —dijo Yutni.
Ambos guardaron silencio un rato.
—Supongo que al final no es una cuestión de futuro —murmuró Cas—, sino de fe.
—Sí —asintió Yutni—. Fe en que, a pesar de todo, vale la pena intentarlo.
—¿Y si no?
—Entonces que al menos quede el intento.
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